La noche anterior de traer a nuestro nuevo componente familiar tuve un sueño. Uno de esos que parece que estás despierto, y vi claramente a un pequeño minino negro, con el pelo largo, sentadito mirándome.
Por la mañana pensé que podía ser Jeremías, la cosa estaba muy reciente. Pero Jeremías era un gato enorme, no un gatito pequeño, y tenía el pelo corto, nada que ver con el gatito que vi.
Ese día por recomendación de una amiga me acerqué a casa de un hombre que regalaba gatitos. Cuando abrió la puerta abajo a la derecha estaba un hermoso gatito negro de pelo largo sentadito mirándome. Me quedé alucinada, pero lo último que quería era llevarme un gato negro, me parecía un poco feo.
Así que me enseñó los casi 10 gatos que tenía pululando por la casa. Nada menos que 2 camadas. Intenté llevarme otro, uno naranja, pero el único que venía detrás de mi en todo el recorrido era el negrito.
Al final claudiqué y me lo llevé a casa. El calvario comenzó entonces. Cuando le enseñé al nuevo amigo a Luna, aquel que le iba a hacer compañía durante 15 días mientras nos esperaba encerrada en casa ella hizo algo que yo hasta ese momento no había visto.
Se erizó todo el pelo y comenzó a emitir un gruñido casi gutural desde el fondo de la garganta que no auguraba nada bueno. Y en pocos minutos tuve que llevarme al asustado gatito de los intentos de asesinato de mi, hasta entonces pacífica gata.
Durante las vacaciones mis padres visitaban mi casa cada día y daban de comer a los gatos. Hubo que ponerlos separados. Luna en la cocina y Salem que así decidimos que se llamase mi gato, en el pasillo.
El pobre gato pasó los primeros años de su existencia correteando detrás de Luna, como pidiendo su perdón y su atención. Quizá pensaba que su problema era ser negro, aunque el no sabía nada de Jeremías. ¿Los gatos hablarán entre ellos?. O quizá el ser de pelo largo y ella de pelo corto, quien sabe.
El caso es que siempre buscó la aprobación de Luna, su calor, su cariño y su compañía, e invariablemente Luna lo rechazaba con un bufido, escapando de la habitación.
Hubo una época en que Luna empezó a arrancarse el pelo. Y es que los animales también sufren a su manera. Así que Salem empezó a imitarla. A día de hoy aún no he conseguido quitarle la manía. Con Luna lo conseguí, pero con el no.
Todo lo que hiciese Luna lo hacía Salem, a pesar de los bufidos siempre quería complacerla.
Y entonces reflexioné y creo que los gatos han venido al mundo para eso, para que reflexionemos. Me acordé del día en que me enganché a los gusanitos. Pero no unos gusanitos de bolsa cualquiera, no. Tenían que ser Pelotazos, se llaman así porque tienen forma de una pelota de fútbol.
Recordé que la primera vez que los probé no me gustaron. Yo era más de los gusanitos naranjas, de esos que te dejan los dedos naranjas cuando terminas de comer la bolsa. Al poco tiempo de probar los pelotazos, a pesar de mi inicial rechazo absoluto y a pesar de mi fidelidad total a los gusanitos naranjas, me encontré comprando una bolsa de pelotazos diaria.
Eso se convirtió en un ritual y años más tarde cuando me fui de Erasmus a Italia, cuando vinieron mis padres a verme les pedí que por favor me trajeran bolsas de pelotazos.
No algo de ropa, fotos de mi familia, no. Les pedí bolsas y bolsas de pelotazos (Matutano tenía que haberme construido un monumento a su mejor cliente).
Allí en Palermo sólo había encontrado un triste sustituto redondo también, amarillo pero que nunca sació mis ansias de pelotazos. Años más tarde cuando compré mi primera casa y llegaba por la tarde de trabajar mi merienda siempre, y digo siempre, era un refresco de cocacola y una bolsa de pelotazos.
Con los años finalmente comprendí de donde venía mi adicción a los pelotazos y porqué me empeñaba en seguir repitiéndolo aunque sabía que no me hacía bien.
Te lo cuento en el siguiente artículo del blog ….
Mientras te dejo con la meditación de hoy
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